martes, 4 de agosto de 2009

Cristálida

Había una vez un cisne blanco
sin plumas,
que nadaba en el agua repleta de luna, repleta de silencio.
El cisne lloraba porque sus plumas ya no estaban,
no estaban.
Eran las más blancas, gemía.
Pero en el fondo del lago no se distinguían.
Y sus lágrimas caían como lluvia, y la música del agua respondía
con blanquecinos golpes
suaves
de gotitas de cristal estallando en el agua, volviéndola tan blanca.
Entonces, el cisne al ver tanta blancura, tanta pureza, chapoteaba tan alegre en el agua.
Y mientras más chapoteaba, el agua se alejaba, el agua blanca.
Se exparcía por todo el lago.
Entonces al cisne sin plumas ya alegría no le causaba,
pero sus lágrimas extinguidas estaban.
Y al amanecer, todos los cisnes cantaban y se reunían y tenían mucha alegría
porque su lago un brillo particular tenía.
Y no era el sol o el día
girando
de a poquito,
sino la blancura, la pureza, el cristal
del lago dormido en lágrimas.
Cisne, cisne ya sin plumas, nada al fondo de tus aguas,
no creas en el aire, no creas en la muerte, no creas en el día o el cristal rompe en noche.
Pasan los años pasan, y el cisne sigue nadando en la profundidad
buscando sus plumas,
mientras los demás cisnes llenos repletos asfixiados de plumas
arriba cantan se rien y bailan
juegan se enamoran se bañan,
aunque,
alegría de los cisnes blancos se pregunta,
por qué ya no brillan las mañanas,
el agua,
ya no es tan pura
tan blanca

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